Carta abierta de Mario Dupuis a Beppino Englaro, en el 14º aniversario de la muerte de su hija Anna que padecía una grave parálisis cerebral.
Queridísimo Sr. Englaro,
Le hablo de padre a padre. Tuve una hija, Anna, con una gravísima parálisis cerebral desde el nacimiento: debido a una asfixia neonatal su cerebro dejó de funcionar para siempre. Hoy es el 14º aniversario de su muerte. Anna vivió 15 años, nunca habló, ni comió ni bebió por si sola. Era alimentada a través de la P.E.G. y para hacerla respirar cada día debíamos suministrarle oxígeno, aspirarle el catarro y drenar sus pulmones.
Intenté decir “Anna es un don de Dios, la vida tiene un valor inviolable”, pero no me bastaba, porque cuando la realidad aparece con toda su crudeza quieres entender lo que tienes delante y qué tiene que ver el límite con tu deseo de felicidad. Se pasa de la rebelión a la resignación, pero la pregunta cada vez más apremiante e implacable era: ¿cómo puedo mirar todo esto sin sucumbir, sin convertirme en un cínico y sin negar que la vida tenga un significado aunque sea misterioso? Herido por esta impotencia e insatisfacción, al mismo tiempo, siendo leal a estas preguntas, no queriendo eludirlas con fáciles respuestas teóricas, me “pegué” a quien miraba a Anna con una “extraña” profundidad y una humanidad diferente que yo -que era su padre- no tenía. Al principio esto fue para mí un motivo de gran malestar; luego despertó mi curiosidad, percibía que esta hija me reclamaba a algo profundo y grande a mí antes que nada. Anna no se contentaba con ser tratada como hija, no quería ser reducida a su “estado”, Anna quería ser tratada como algo más grande. Anna existía para desafiar mi acostumbrada forma de razonar y de reaccionar -aunque fuera comprensible e inevitable- que, sin embargo, censuraba un hecho evidente: en la realidad hay un quid que va más allá de aquello que vemos. Si no nos sucede algo en la vida, no sabemos dar un nombre a este “quid”, pero eso no quita que esté. Era evidente que había algo en Anna más grande que no podía negar sólo porque no lo veía, mientras que aquello que veía me producía dolor. Así aprendí a conocer a Anna de un modo nuevo, diferente, si no hubiera sido así habría dicho como todos: sería mejor que no hubiese sobrevivido.
Cuando la realidad se presenta con el dolor de la diferencia y del límite exasperado, entiendo que si uno no va hasta el fondo se ve obligado a renegar de la realidad y a distanciarse porque no se consigue soportar una cosa que no se sabe mirar. No se consigue y así se niega la experiencia más humana que un hombre puede hacer: aquella de intentar mirar el límite hasta el punto de desear con todo mi ser algo, alguien que pueda abrazarlo. Sobre todo no es una cuestión de “fe” o de valores compartidos; para mí ha sido una cuestión de lealtad con aquello que me sucedía. Es como si Anna me dijera: “Mira papá que si tu corazón está hecho para un destino de felicidad, entonces también el mío está hecho para este destino, mírame así”. Este es un desafío que hay que aceptar, no se puede esconder. Este desafío es como un túnel, se recorre entero, debes hacer todo el camino para poder tener experiencia de belleza también ahí dentro, hasta llegar a la certeza de un destino de felicidad dentro de la apariencia de muerte. Todo esto me ha cambiado hasta la médula de los huesos. Anna murió en el momento en que comenzaba a hacerse más habitual tratarla así: no como ser necesitado de todo, sino como una persona que por el simple hecho de existir es un signo evidente de que hay Otro que la quiere y la lleva hacia su destino de felicidad. Todo lo contrario a la resignación en espera del más allá, porque este destino de felicidad era tan evidente que quien tomaba conciencia mirándola, cambiaba. Así ha cambiado mi modo de mirar toda la realidad, a mí mismo y a mis hijos y no sólo a los discapacitados, y esto les ha sucedido también a aquellos amigos que nos ayudaban y que por turnos venían cada día a nuestra casa para echarnos una mano y hacer compañía a Anna. Así nació casa Edimar en Padua: la casa de acogida para adolescentes en situación de dificultad en la que vivimos dos familias junto a 14 chavales que tienen necesidad de estar temporalmente lejos de su casa. Donde cada día otros 60-70 chavales vienen a la escuela de cocina. Los amigos de Anna desde entonces se dedican a obras de caridad y de acogida, ¡todo esto ha nacido de la vida “inútil” de una niña así!
Con este testimonio mío no le quiero convencer de nada, sino sólo decirle que jamás habría podido imaginar que de un dolor así nacería un brote de novedad humana. Realmente es verdad que la realidad nos sorprende más allá de aquello que nosotros vemos y decidimos. ¿Es tan inútil la vida de una hija que no se mueve? Cuantos se preguntan hoy gracias a Eluana sobre el significado de su vida ¿por qué zanjar la cuestión? Perdóneme si he osado escribirle.
Mario, Viernes 6 Febrero 2009