Si algo ha caracterizado a los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne ha sido la aportación de su mirada humana al cine social europeo. Ya llamaron la atención de la crítica internacional con La Promesa (1996) o Rosetta (1999). Con El hijo (2005) estos cineastas llegaron a su mayor esencialidad temática y depuración de estilo. En ese film, ambientado en un centro de rehabilitación de jóvenes delincuentes, abordaron el tema de la filiación desde la metáfora del hijo pródigo. La mirada sanadora de los Dardenne volvió a impregnar El silencio de Lorna (2008), que acomete un drama de inmigración. Con El niño de la bicicleta han ganado el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2011 -y ya son cinco las veces que estos hermanos triunfan en dicho festival internacional-.
El asunto principal de este film, también algo minimalista, se desdobla en dos grandes temas de enorme actualidad: la búsqueda del padre y el acogimiento familiar. Cyril (Thomas Doret) es un chaval que vive en un centro de acogida desde que su padre le dejó allí con la promesa de que volvería a por él en un corto periodo de tiempo. Ha transcurrido ya más de un mes y Cyril decide fugarse para emprender su búsqueda. A pesar de las sucesivas evidencias de que su progenitor no quiere saber nada de él, Cyril prefiere engañarse y convencerse del afecto de su padre. Cuando ya no es posible seguir creyendo esa ilusión, Cyril despliega un conjunto de conductas provocativas e incluso autoagresivas llenas de rencor. Sólo una mujer que se cruza casualmente en su camino, una peluquera llamada Samatha (Cécile De France), decidirá acoger el drama de este niño con todos los sacrificios que ello va implicar.
La película carece de discurso, y deja claro que no quiere demostrar nada ni sentar tesis alguna: sólo expone, con un aire poco solemne, las experiencias de sendos personajes: Cyril busca a su padre con tenacidad, y Samantha acoge en su casa a Cyril. No hace introspección, no indaga en las razones de cada uno. Va únicamente a los hechos mostrencos, y deja al libre albedrío del espectador cualquier reflexión ulterior. Hay algunas tramas secundarias, como la del delincuente juvenil Wes (Egon Di Mateo) y sus ramificaciones, que sirven de catalizador del proceso de Cyril de buscar vínculos fiables, cuando ha constatado su abandono paterno.
Uno de los gestos más evocadores y simbólicos del film es cuando Cyril encuentra casualmente a Samantha y se abraza a ella con fuerza, hasta hacerle incluso daño. Ese acto tan físico, tan primario, es sin embargo enormemente significativo. Cyril expresa su necesidad radical de aferrarse y sentirse aferrado una vez que se ha disuelto el vínculo que le constituía. Encuentra una mujer y con su abrazo la inviste voluntaristamente de “maternidad”. Es como si le dijera: “Estoy solo, mi padre no me quiere, mis cuidadores no me entienden, sé mi madre por un instante”. Esa implícita comunicación no verbal entre Cyril y Samantha, física, casi telúrica, es intuitivamente comprendida por Samantha, que acusa el golpe y deja que el vínculo anide en su interior. Samantha ya no podrá abandonar a Cyril. Su primer gesto de responsabilidad sobre el destino del chaval será recuperar su bicicleta perdida. Esa bicicleta tiene también una importante carga simbólica. La bicicleta es la identidad de Cyril: es el signo de su padre, es lo que le aferra a la realidad, su forma de sentirse parte del mundo, el cordón umbilical con sus raíces. Por tanto, que Samantha decida buscar la bicicleta que a Cyril le regaló su padre, la convierte a los ojos del niño en la única persona que está en condiciones de acoger su drama. Que en el abrupto plano final del film se vea a Cyril volviendo a casa de Samantha en su bicicleta, después de haber pagado su última deuda moral, significa que empieza realmente un camino de reconstrucción y esperanza para la vida del niño. Ese final tan brusco, tan poco peliculero, subraya la absoluta imprevisión sobre el futuro de Cyril. No estamos ante un estudiado happy end, sino ante un frágil presente, que sólo lleva dentro una semilla de esperanza.
Esta falta de solemnidad, de artificio emocional, atraviesa toda la película, tremendamente sobria y desnuda. Algunos ejemplos. Sólo hay tres momentos musicales en toda la cinta, la repetición de una frase melódica de unos quince segundos de duración. La ruptura entre Samantha y su novio es una de las rupturas más escuetas de la historia del cine. El momento en que el padre de Cyril le comunica su deseo de no volver a verlo carece del más mínimo matiz melodramático. Y así es toda la película, que intenta no condicionar emocionalmente al espectador, dejándole libre ante unos hechos desnudos pero no desprovistos de elocuencia. Y así lo han dejado claro los hermanos Dardenne: “Cuando buscas el estilo encuentras la muerte, cuando buscas la vida, encuentras el estilo. Para nosotros el desafío ahora es hacer una película en la que sigamos buscando la vida. Debemos seguir haciendo películas como si lo hiciéramos por primera vez, partir de cero y buscar la vida” (1).
Juan Orellana
(1) in Cahiers du Cinema, nº 49, octubre 2011, p. 18